Querer llevar una vida perfecta provocó que Sol Bacharach entrara en el infierno de las adicciones. Gracias al apoyo de su familia, a la ayuda de buenos profesionales y a su fuerza de voluntad salió adelante.
Me llamo Sol Bacharach. Nací en Valencia hace 53 años y vivo la madurez con serenidad y fortaleza mental porque he aprendido a resitir las situaciones adversas sin necesidad de tomar ansiolíticos mezclados con alcohol. El consumo de drogas me llevó a un callejón sin salida. Hace mucho tiempo pensaba que podía enfrentarme a la vida de forma ilimitada. Era miembro de varios consejos de administración de empresas ubicadas en Madrid; era madre, ama de casa y profesora de Derecho Mercantil en la Universidad de Valencia. Dominaba los sentimientos con disciplina: evité llorar cuando la banda terrorista ETA asesinó a mi marido, Manuel Broseta, a principios de 1992. Los ansiolíticos, que adquiría sin control médico, se convirtieron en consuelo y estímulo para levantarme cada mañana de la cama como una mujer que no se conmovía ante nada. Demostré que podía trabajar con el ritmo frenético acostumbrado, tenía prisa por terminar los días con las obligaciones bien resueltas y arrastraba en silencio mi alma rota.
Los ojos se me quedaron tristes y secos, pero había que mantener el orden de mi vida para ahuyentar la angustia transformada en inseguridad y miedo profundo. Aumentas la dosis porque el cuerpo se vuelve resistente, necesitas más pastillas y alcohol para sobrevivir. Cuando intuí que sufría una depresión profunda, acudí al médico y salí de la consulta con un diagnóstico descorazonador. Era drogadicta. Llegué a casa abatida, el recuerdo de mi hermana fallecida resucitó con fuerza y pensé en ella con nostalgia. Marga era guapa, inteligente y frágil. Traté de ayudarla, ignorando cómo hacerlo. La culpé de su debilidad frente al alcohol y ahora ahí estaba yo, perdida entre sombras, apunto de empezar un largo proceso de desintoxicación en el Centro Terapéutico del Vallés (Barcelona).
Al adicto se le dicen muchas fraes erróneas y te planteas quitarte la vida para resolver de golpe todos los problemas. Pierdes el rumbo. Recuerdo una noche, estirada en la cama, pedirle a la asistenta que me cogiera la mano, que permaneciera a mi lado en silencio. Su presencia era tranquilizadora, cálida. La sensación de vacío que me dejaba la droga disminuía, parecía que recobraba el aliento y dormía más tranquila.
De pronto, te armas de valor y reconoces el problema. La familia responde a la llamada de socorro y acudo a la consulta de unos profesionales excelentes. El método del doctor Freixa y el doctor Bach, en aquella época médicos adjuntos del servicio de Psiquiatría del Hospital Clínico de Barcelona y responsables del programa de tratamiento de alcoholismo para hombres y mujeres, me salvó la vida en el Centro Terapéutico del Vallés. Se trataba de un pequeño lugar en Mollet, Barcelona, que adoptó métodos innovadores traídos de Estados Unidos. Allí comenzó mi liberación, volví a pensar el lugar que quería ocupar en el mundo, reflexioné sobre cómo soportaría mi estado e ánimo la ausencia de droga en mi cabeza. Me curé con esfuerzo y reconocí mis limitaciones queriéndome mucho.
Nunca dejaría de ser una ex-adicta, pero no importaba. Regresé a las aulas para enseñar Derecho, retomé la relación que mantenía con mi hijo Beltrán y el resto de la familía.
Era feliz y compré parte del Centro Terapéutico del Vallés para transformarlo en el actual Mare Nostrum en homenaje a mi hermana Marga. Ayudar a los demás, tratar a los drogadictos como enfermos y curarles, verles fuertes y maduros, afrontando cualquier problema sin el auxilio de la droga, me satisface. Crezco junto a ellos y construyo mi vida con sonrisas, palabras de aliento y auxilio para quien lo necesita.
En Mare Nostrum, el paciente ingresa durante dos meses y permanece bajo la atención de profesionales que también han sufrido los efectos del alcohol, la marihuana, la cocaína y los psicofármacos. La experiencia en nuestra tarea sanitaria es fundamental. Devolvemos los enfermos a la sociedad poco a poco. Acuden a centros de seguimiento durante un año y finalizan el tratamiento con un índice de éxito que roza el 82 por ciento. Se puede recaer y el daño es infinito porque vuelves a visitar aquel infierno plagado de fantasmas que provocan dolor. Hay que volver a empezar. El cariño de los tuyos resulta fundamental.
Vivir entusiasma y me queda mucho por hacer. Seguiré explicando sin descanso que el consumo de drogas es una enfermedad que tiene cura, si te pones en manos de los médicos adecuados. A mí dejó de preocuparme ser una mujer perfecta, prefiero sacar partido de mis virtudes y aceptar las limitaciones con serenidad".